El 6
de agosto de 2000, la Congregación para la Doctrina de la Fe (CDF), con la
aprobación del Papa Juan Pablo II, emitió la Declaración Dominus
Iesus sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y
de la Iglesia (en adelante citada como DI). Éste fue uno de los documentos
doctrinales más importantes del largo pontificado de Juan Pablo II.
La
forma solemne en que se expresa dicha aprobación subraya la importancia de este
documento del Magisterio: “El Sumo Pontífice Juan Pablo II, en la Audiencia
del día 16 de junio de 2000, concedida al infrascrito Cardenal Prefecto de la
Congregación para la Doctrina de la Fe, con ciencia cierta y con su
autoridad apostólica, ha ratificado y confirmado esta Declaración decidida
en la Sesión Plenaria, y ha ordenado su publicación.” (énfasis agregado por
mí).
La
declaración DI consta de una introducción, seis capítulos o secciones y una
conclusión.
La
introducción expone de forma clara y concisa el objetivo de la declaración. En
el contexto del diálogo interreligioso impulsado por el Concilio Vaticano II
han surgido o prosperado algunas teorías teológicas relativistas, que han
puesto en peligro el perenne anuncio misionero de la Iglesia. La DI pretende
volver a exponer la doctrina de la fe católica sobre la unicidad y la
universalidad salvífica de Cristo y de la Iglesia y refutar los errores que se
le oponen (cf. DI, nn. 1-4).
A mi juicio, el núcleo esencial de la DI
se encuentra en siete proposiciones que repiten una misma expresión solemne: “Debe
ser firmemente creída” [tal o cual afirmación de la fe
católica]. En todos los casos, el texto original enfatiza las palabras
“firmemente creída”.
En
el Capítulo I (Plenitud y definitividad de la revelación de Jesucristo)
encontramos la siguiente proposición: “Debe ser, en efecto, firmemente
creída la afirmación de que en el misterio de Jesucristo, el Hijo de
Dios encarnado, el cual es «el camino, la verdad y la vida» (cf. Jn 14,6), se
da la revelación de la plenitud de la verdad divina” (DI, n. 5).
Es
decir que Jesucristo mismo es la plenitud de la divina revelación.
Además,
en el mismo capítulo aparece la siguiente proposición: “Debe ser, por lo
tanto,firmemente retenida la distinción entre la fe teologal
y la creencia en las otras religiones.” (DI, n. 7; énfasis
presentes en el original).
Es
decir que se debe distinguir entre la fe cristiana, respuesta adecuada del
hombre a la revelación de Dios en Cristo, y la creencia en las otras
religiones, resultados más o menos acertados de la búsqueda de la verdad
religiosa por parte del hombre.
Dado
que la CDF no temió repetir siete veces en un mismo documento la expresión
“firmemente creída”, supongo que probablemente el uso, en este caso, de la
expresión “firmemente retenida” no busca evitar la monotonía literaria, sino
aludir a una calificación teológica diferente.
En
el Capítulo II (El Logos encarnado y el Espíritu Santo en la obra de la
salvación) encontramos las siguientes dos proposiciones.
“Debe
ser, en efecto, firmemente creída la doctrina de fe que
proclama que Jesús de Nazaret, hijo de María, y solamente Él, es el Hijo y
Verbo del Padre.” (DI, n. 10).
“Igualmente,
debe ser firmemente creída la doctrina de fe sobre la unicidad
de la economía salvífica querida por Dios Uno y Trino, cuya fuente y centro es
el misterio de la encarnación del Verbo, mediador de la gracia divina en el
plan de la creación y de la redención (cf. Col 1,15-20), recapitulador de todas
las cosas (cf. Ef 1,10), «al cual hizo Dios para nosotros sabiduría de origen
divino, justicia, santificación y redención» (1 Co 1,30).” (DI, n. 11).
Es
decir que la misión visible del Hijo y la misión invisible del Espíritu Santo
constituyen el único plan de salvación establecido por Dios.
En
el Capítulo III (Unicidad y universalidad del misterio salvífico de Jesucristo)
encontramos las siguientes dos proposiciones.
“En
efecto, debe ser firmemente creída, como dato perenne de la fe de
la Iglesia, la proclamación de Jesucristo, Hijo de Dios, Señor y único
salvador, que en su evento de encarnación, muerte y resurrección ha llevado a
cumplimiento la historia de la salvación, que tiene en él su plenitud y su
centro.” (DI, n. 13).
“Debe
ser, por lo tanto, firmemente creída como verdad de fe
católica que la voluntad salvífica universal de Dios Uno y Trino es ofrecida y
cumplida una vez para siempre en el misterio de la encarnación, muerte y
resurrección del Hijo de Dios.” (DI, n. 14)
Es
decir que Jesucristo, el único Salvador del mundo, es la cumbre de la historia
de salvación.
En
el Capítulo IV (Unicidad y unidad de la Iglesia) encontramos la siguiente
proposición: “Por eso, en conexión con la unicidad y la universalidad de la
mediación salvífica de Jesucristo, debe serfirmemente creída como
verdad de fe católica la unicidad de la Iglesia por Él fundada.” (DI, n.
16).
Además,
en el mismo capítulo figura la siguiente proposición: “Los fieles
están obligados a profesar que existe una continuidad
histórica –radicada en la sucesión apostólica– entre la Iglesia fundada por
Cristo y la Iglesia católica.” (DI, n. 16; énfasis en el original).
Es
decir que la Iglesia católica es la única Iglesia de Cristo.
La
expresión “obligados a profesar” parece indicar, para esta doctrina, una
calificación teológica similar a la de las siete verdades de fe señaladas con la
expresión “firmemente creída”.
En
el Capítulo V (Iglesia, Reino de Dios y Reino de Cristo) no aparece ninguna vez
la expresión “firmemente creída”. Opino que el núcleo doctrinal de este
capítulo está contenido en las siguientes afirmaciones:
“El
Reino de Dios que conocemos por la Revelación no puede ser separado ni de
Cristo ni de la Iglesia” (DI, n. 18).
“El
Reino es tan inseparable de Cristo que, en cierta forma, se identifica con Él”
(DI, nota 73)
Es
decir que el Reino de Dios, inseparable de Cristo y de la Iglesia, en cierto
modo se identifica con el mismo Cristo.
En
el Capítulo VI (La Iglesia y las religiones en relación con la salvación)
encontramos la siguiente proposición: “Ante todo, debe ser firmemente
creído que la «Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación,
pues Cristo es el único Mediador y el camino de salvación, presente a nosotros
en su Cuerpo, que es la Iglesia, y Él, inculcando con palabras concretas la
necesidad del bautismo (cf. Mt 16,16; Jn 3,5), confirmó a un tiempo la necesidad
de la Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo como por una
puerta».” (DI, n. 20).
Es
decir que la Iglesia terrena es necesaria para la salvación.
Además,
destaco una nota que afirma la necesidad de adherirse a una determinada
interpretación (que podríamos llamar “incluyente”, en contraste con la
interpretación “excluyente” de algunos tradicionalistas) de este dogma de fe: “La
conocida fórmula extra Ecclesiam nullus omnino salvatur debe ser
interpretada en el sentido aquí explicado” (DI, nota 82; énfasis
agregado por mí).
La
DI explica dicho dogma de la siguiente manera: “Esta doctrina no se
contrapone a la voluntad salvífica universal de Dios (cf. 1 Tm 2,4); por lo
tanto, «es necesario, pues, mantener unidas estas dos verdades, o sea, la posibilidad
real de la salvación en Cristo para todos los hombres y la necesidad de la
Iglesia en orden a esta misma salvación». La Iglesia es «sacramento universal
de salvación» porque, siempre unida de modo misterioso y subordinada a
Jesucristo el Salvador, su Cabeza, en el diseño de Dios, tiene una relación
indispensable con la salvación de cada hombre. Para aquellos que no son formal
y visiblemente miembros de la Iglesia, «la salvación de Cristo es accesible en
virtud de la gracia que, aun teniendo una misteriosa relación con la Iglesia,
no les introduce formalmente en ella, sino que los ilumina de manera adecuada
en su situación interior y ambiental. Esta gracia proviene de Cristo; es fruto
de su sacrificio y es comunicada por el Espíritu Santo». Ella está relacionada
con la Iglesia, la cual «procede de la misión del Hijo y la misión del Espíritu
Santo», según el diseño de Dios Padre.” (DI, n. 20)
Recientemente
una alta autoridad eclesiástica planteó la necesidad de un nuevo Syllabus para
contrarrestar la confusión doctrinal que padece la Iglesia contemporánea. Opino
que la Declaración Dominus Iesus marca un camino más
fructuoso, en buena parte ya recorrido durante las últimas décadas. El actual
Magisterio de la Iglesia no gusta de redactar meros catálogos de errores o
herejías, sino que prefiere la vía expositiva: ante todo repropone la auténtica
fe católica y luego extrae de ella las debidas consecuencias, incluyendo el
rechazo de los principales errores doctrinales relativos al tema en cuestión.
Se sigue así un procedimiento dialogal que es fundamental para la nueva
evangelización. La Iglesia Católica debe evitar dar la falsa impresión de que
su doctrina no es más que un conjunto de negaciones y subrayar que cada uno de
sus “no” proviene de un “sí” más grande.
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