Homilía de Benedicto XVI en el Corpus Christi
Ofrecemos la homilía que pronunció Benedicto XVI en el día del Corpus Christi, al celebrar la eucaristía en la plaza de la Basílica de San Juan de Letrán.
Fuente: Cadena Cope
28 de mayo de 2005
En la fiesta del Corpus Christi, la Iglesia revive el misterio del Jueves Santo a la luz de la Resurrección. También en el Jueves Santo se tiene una procesión eucarística, con la que la
Iglesia repite el éxodo de Jesús del Cenáculo al Monte de los Olivos.
En Israel, se celebraba la noche de Pascua en casa, en la intimidad de la familia; se recordaba así la primera Pascua, en Egipto, la noche en la que la sangre del cordero pascual, rociada en los dinteles y en los postes de las casas, protegía contra el exterminador. Jesús, en esa noche, sale y se entrega en las manos del traidor, el exterminador y, de este modo, vence a la noche, vence a las tinieblas del mal. Sólo así el don de la Eucaristía, instituida en el Cenáculo, encuentra su cumplimiento: Jesús entrega realmente su cuerpo y su sangre. Atravesando el umbral de la muerte, se convierte en Pan vivo, auténtico maná, alimento inagotable por todos los siglos. La carne se convierte en pan de vida.
En la procesión del Jueves Santo, la Iglesia acompaña a Jesús al monte de los Olivos: la
Iglesia orante siente el vivo deseo de velar con Jesús, de no dejarle solo en la noche del
mundo, en la noche de la traición, en la noche de la indiferencia de muchos.
En la fiesta del Corpus Christi, reanudamos esta procesión, pero con la alegría de la
Resurrección. El Señor ha resucitado y nos precede. En las narraciones de la Resurrección
se da un rasgo común y esencial; los ángeles dicen: el Señor «irá delante de vosotros a
Galilea; allí le veréis» (Mateo 28, 7). Considerando esto con más atención, podemos decir
que este «ir delante» de Jesús implica una doble dirección. La primera es, como hemos
escuchado, Galilea. En Israel, Galilea era considerada como la puerta al mundo de los
paganos. Y, en realidad, precisamente en Galilea, encima del monte, los discípulos ven a
Jesús, el Señor, que les dice: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes» (Mateo 28,
19).
La otra dirección en la que precede el Resucitado aparece en el Evangelio de San Juan, en
las palabras de Jesús a Magdalena: «No me toques, que todavía no he subido al
Padre…» (Juan 20, 17).
Jesús nos precede ante el Padre, sube a la altura de Dios y nos invita a seguirle. Estas dos
direcciones del camino del Resucitado no se contradicen, sino que indican juntas el camino
del seguimiento de Cristo.
La verdadera meta de nuestro camino es la comunión con Dios, Dios mismo es la casa de las
muchas moradas (Cf. Juan 14, 2 y siguientes). Pero sólo podemos subir a esta morada
caminando «hacia Galilea», caminando por los caminos del mundo, llevando el Evangelio a
todas las naciones, llevando el don de su amor a los hombres de todos los tiempos.
Por ello, el camino de los apóstoles se ha extendido por «los confines de la tierra» (Cf.
Hechos 1, 6 y siguientes); de este modo san Pedro y san Pablo llegaron hasta Roma, ciudad
que entonces era el centro del mundo conocido, auténtica «caput mundi».
La procesión del Jueves Santo acompaña a Jesús en su soledad, hacia el «vía crucis». La
procesión del Corpus Christi, por el contrario, responde simbólicamente al mandato del
Resucitado: os precedo en Galilea. Id hasta los confines del mundo, llevad el Evangelio al
mundo.
El Santo Padre, ante el Señor.
.
Ciertamente la Eucaristía, para la fe, es un misterio de intimidad. El Señor ha instituido el
Sacramento en el Cenáculo, circundado por su nueva familia, por los doce apóstoles,
prefiguración y anticipación de la Iglesia de todos los tiempos.
Por ello, en la liturgia de la Iglesia antigua, la distribución de la santa comunión se introducía
con las palabras: «Sancta sanctis», el don santo está destinado a quienes han permanecido
santos. Se respondía así a la advertencia dirigida por san Pablo a los corintios: «Examínese,
pues, cada cual, y coma así el pan y beba del cáliz…» (1 Cor 11, 28). Sin embargo, de esta
intimidad, que es un don sumamente personal del Señor, la fuerza del sacramento de la
Eucaristía va más allá de los muros de nuestras Iglesias.
En este sacramento, el Señor se encuentra siempre en camino hacia el mundo. Este aspecto
universal de la presencia eucarística se muestra en la procesión de nuestra fiesta. Llevamos
a Cristo, presente en la figura del pan, por las calles de nuestra ciudad. Encomendamos
estas calles, estas casas, nuestra vida cotidiana, a su bondad.
¡Que nuestras calles sean calles de Jesús! ¡Que nuestras casas sean casas para él y con él!
Que en nuestra vida de cada día penetre su presencia. Con este gesto, ponemos ante sus
ojos los sufrimientos de los enfermos, la soledad de los jóvenes y de los ancianos, las
tentaciones, los miedos, toda nuestra vida. La procesión quiere ser una bendición grande y
pública para nuestra ciudad: Cristo es, en persona, la bendición divina para el mundo. ¡Que el
rayo de su bendición se extienda sobre todos nosotros!
En la procesión del Corpus Christi, acompañamos al Resucitado en su camino por el mundo
entero, como hemos dicho. Y, de este modo, respondemos también a su mandato: «Tomad y
comed… Bebed todos» (Mateo 26, 26 y siguientes). No se puede «comer» al Resucitado,
presente en la forma del pan, como un simple trozo de pan. Comer este pan es comulgar, es
entrar en comunión con la persona del Señor vivo. Esta comunión, este acto de «comer», es
realmente un encuentro entre dos personas, es un dejarse penetrar por la vida de quien es el
Señor, de quien es mi Creador y Redentor. El objetivo de esta comunión es la asimilación de
mi vida con la suya, mi transformación y configuración con quien es Amor vivo. Por ello, esta
comunión implica la adoración, implica la voluntad de seguir a Cristo, de seguir a quien nos
precede. Adoración y procesión forman parte, por tanto, de un único gesto de comunión;
responden a su mandato: «Tomad y comed».
Nuestra procesión acaba ante la Basílica de Santa María la Mayor, en el encuentro con la
Virgen, llamada por el querido Papa Juan Pablo II «mujer eucarística». María, la Madre del
Señor, nos enseña realmente lo que es entrar en comunión con Cristo: María ofreció su
propia carne, su propia sangre a Jesús y se convirtió en tienda viva del Verbo, dejándose
penetrar en el cuerpo y en el espíritu por su presencia. Pidámosle a ella, nuestra santa
Madre, que nos ayude a abrir cada vez más todo nuestro ser a la presencia de Cristo para
que nos ayude a seguirle fielmente, día tras día, por los caminos de nuestra vida. ¡Amén!
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