Homilía del Papa Francisco en Santa Marta
Jueves, 20 de octubre de 2016
Jueves, 20 de octubre de 2016
Acabamos de leer en la Primera Lectura (Ef 3,14-21) cómo el Apóstol de las Gentes pide que el Espíritu Santo dé a los Efesios la gracia de “robusteceros”, para que Cristo habite en sus corazones. Ahí está el centro. Pablo se sumerge en ese mar inmenso que es la persona de Cristo.
Pero, ¿cómo podemos conocer a Cristo? ¿Cómo podemos comprender el amor de Cristo que supera todo conocimiento? Cristo está presente en el Evangelio: leyendo el Evangelio conocemos a Cristo. Y eso lo hacemos todos; al menos oímos el Evangelio cuando vamos a Misa. Y también con el estudio del Catecismo: el Catecismo nos enseña quién es Cristo. Pero eso no es suficiente. Para ser capaces de comprender “lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo” de Jesucristo hace falta entrar en un contexto, primero, de oración, como hace Pablo, “de rodillas”: Padre envíame el Espíritu para conocer a Jesucristo. Así pues, para conocer de verdad a Cristo es necesaria la oración.
Pero Pablo no solo reza, adora ese misterio que supera todo conocimiento, y en un contexto de adoración pide esa gracia al Señor. No se conoce al Señor sin la costumbre de adorar, de adorar en silencio, ¡adorar! Creo, si no me equivoco, que esta oración de adoración es la menos conocida por nosotros, la que menos hacemos. Perder el tiempo —permitidme decir— delante del Señor, delante del misterio de Jesucristo. Adorar. Y en silencio, el silencio de la adoración. Él es el Señor y yo adoro.
Tercero, para conocer a Cristo es necesario tener conciencia de nosotros mismos, es decir, acostumbrarnos a acusarnos, a llamarnos pecadores. No se puede adorar sin acusarse a uno mismo.
En definitiva, para entrar en ese mar sin fondo, sin orillas, que es el misterio de Jesucristo, son necesarias estas tres cosas. Primero la oración: Padre, envíame el Espíritu para que me lleve a conocer a Jesús. Segundo la adoración al misterio, entrar en el misterio, adorando. Y tercero, acusarse a sí mismo: Soy un hombre de labios impuros.
Que el Señor nos dé esta gracia que Pablo pide para los Efesios y también para nosotros, la gracia de conocer y ganar a Cristo.
Pero, ¿cómo podemos conocer a Cristo? ¿Cómo podemos comprender el amor de Cristo que supera todo conocimiento? Cristo está presente en el Evangelio: leyendo el Evangelio conocemos a Cristo. Y eso lo hacemos todos; al menos oímos el Evangelio cuando vamos a Misa. Y también con el estudio del Catecismo: el Catecismo nos enseña quién es Cristo. Pero eso no es suficiente. Para ser capaces de comprender “lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo” de Jesucristo hace falta entrar en un contexto, primero, de oración, como hace Pablo, “de rodillas”: Padre envíame el Espíritu para conocer a Jesucristo. Así pues, para conocer de verdad a Cristo es necesaria la oración.
Pero Pablo no solo reza, adora ese misterio que supera todo conocimiento, y en un contexto de adoración pide esa gracia al Señor. No se conoce al Señor sin la costumbre de adorar, de adorar en silencio, ¡adorar! Creo, si no me equivoco, que esta oración de adoración es la menos conocida por nosotros, la que menos hacemos. Perder el tiempo —permitidme decir— delante del Señor, delante del misterio de Jesucristo. Adorar. Y en silencio, el silencio de la adoración. Él es el Señor y yo adoro.
Tercero, para conocer a Cristo es necesario tener conciencia de nosotros mismos, es decir, acostumbrarnos a acusarnos, a llamarnos pecadores. No se puede adorar sin acusarse a uno mismo.
En definitiva, para entrar en ese mar sin fondo, sin orillas, que es el misterio de Jesucristo, son necesarias estas tres cosas. Primero la oración: Padre, envíame el Espíritu para que me lleve a conocer a Jesús. Segundo la adoración al misterio, entrar en el misterio, adorando. Y tercero, acusarse a sí mismo: Soy un hombre de labios impuros.
Que el Señor nos dé esta gracia que Pablo pide para los Efesios y también para nosotros, la gracia de conocer y ganar a Cristo.